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Los Cuentos de Diego: Antorcha

by Gladiatores

Texto: Diego Mejía Eguiluz
Ilustración: Kcidis (http://kcidis.blogspot.com/)

–Te toca echarla, Alejandro.
–¿Tan pronto?
–No te hagas. Llevas quince años con la tapa y ya te hemos dado varias. Si no la sueltas ahora, dentro de dos años valdrá menos de la mitad.
–¿Cuándo la pierdo?
–En el cierre de temporada.
–¿Con quién?
–Cuando vengas a cobrar las luchas de esta semana, te doy todos los detalles.
Alejandro salió triste de la oficina del promotor. Nunca pensó que se lo pedirían, pero le dieron la orden. Perdería la máscara antes de que acabara el año.
Esa noche llegó a casa y no le dijo nada del tema a su esposa. Ana era su mayor admiradora y no quería desilusionarla.
–¿Dónde te toca luchar mañana? –le preguntó mientras le servía la cena.
–Acapulco. Salgo por la mañana.
–¿Qué equipo vas a llevar?
–El negro. Me trae suerte.

“Damas y caballeros, su atención por favor. Antorcha dice llamarse Alejandro del Barrio…”

–Alejandro del Barrio… Pasajero Alejandro del Barrio, preséntese inmediatamente en la sala siete. El avión está por despegar –se escuchó por las bocinas del aeropuerto.

Alejandro se olvidó de sus pensamientos y corrió hacia la sala, esperando que el avión no partiera sin él.

Esa noche, enfundado en su traje de Antorcha, dio una lucha bastante mala y fue derrotado en dos caídas al hilo. Varios aficionados le silbaron y lo insultaron.

–¿Qué te pasó, Alex? ¿Subiste borracho? –le preguntaron algunos de sus compañeros en los vestidores, al terminar la función.

–No mamen. ¿Por qué piensan eso?
–Con esa cara que te cargas. Aunque traías la máscara, te veías como ido.
–¿Y no se les puede ocurrir que estoy lastimado?
–Tranquilo, era una broma. Ya en serio, ¿todo está bien?
–Sí. Nomás tuve una mala noche.
–Ojalá y sea la única, porque si no, no te incluyen en la jaula y te quedas sin lana.
–¿Jaula?
–A fin de año. Diez máscaras en juego; uno perderá la tapa. ¿No recuerdas? Cada año se organiza una.

“Puta madre, ni siquiera va a ser en un mano a mano”, pensó Alejandro mientras iba rumbo al aeropuerto.

Después de la función de Acapulco, Antorcha tuvo cuatro presentaciones en el D.F. y una en Puebla. Llegó el día de cobro en las oficinas de la arena y se reunió a solas con el promotor.

–Medio millón de pesos, el campeonato de peso semicompleto y no pierdes la cabellera en dos años. ¿Cómo ves esa garantía? –le ofrecieron.
–¿No se le hace poco? Le he hecho ganar bastante en estos quince años que he sido Antorcha.
–La otra opción es despedirte y boletinarte; a ver quién te quiere contratar. ¿Qué prefieres?

Sin decir más, Alejandro cobró su paga semanal y se dirigió al banco para depositarla.

“Cae la máscara de Antorcha. Era el Tiburón blanco”, Alejandro se imaginaba los titulares de las revistas anunciando su derrota. “No mames, ni quien se acuerde de mi otro personaje; nunca lo destaparon”, rectificaba inmediatamente.

Al día siguiente, después de entrenar, se fue a almorzar a una cafetería cercana a la arena.

–¿Qué pasó, mi flamitas? Qué milagro que te dejas ver –lo recibió efusivamente el dueño de la cafetería, quien había sido luchador e incluso compartió la esquina con Antorcha cuando éste debutó en la empresa.

–Ya ves. La chamba no deja tiempo para muchas cosas.
–Mientras no descuides a tu familia y a los cuates, está bien.
–¿Cómo va el negocio?
–No me quejo; no me faltan clientes. ¿Qué te sirvo?
–No tengo mucha hambre; nomás tráeme un plato de fruta, unos huevos con jamón y unos hot-cakes.
–¿De tomar quieres el océano Pacífico, o con el puro tinaco te basta?
Alejandro no contestó.

–Qué cara. Siempre has sido feo, no tienes por qué ayudarte con esos gestos.
En vez de responder a la broma, Alejandro le preguntó a su amigo lo que lo inquietaba:

–¿Cómo perdiste la máscara?
–No me fijé en dónde la dejé y alguien me la voló.
–No mames.
–¿Qué te digo? Tú estuviste en esa función. Me pescaron con un potro y me rendí.
–No me refiero a la lucha, güey. ¿Te pidieron que echaras la tapa o tú quisiste perderla?
–No me digas que ya te toca.
–A más tardar, en tres meses.
–Soltar la máscara me ayudó a poner este negocio. Ya estaba muy lastimado y no podía seguir.
–¿No te dolió?
–Vieras qué efectivo es el poder curativo de un jugoso cheque.
–¿Y no te molesta ser recordado como uno más de los que no pudo seguir luchando sin su tapa?
–Extrañaba mucho a mi familia. Ahora puedo estar con ellos todos los días.
–No sé si me convenga perderla o no. Estoy en mi mejor momento.
–Velo de este modo, si la pierdes serías un excelente rudo; eres más feo que pegarle a un niño.
–Quisiera rajarme, pero no me late que me boletinen y no pueda trabajar tanto.
–No eres tan viejo; tienes 35 años. Puedes rehacer tu carrera con una nueva máscara.

–Disculpe, Antorcha, ¿puedo entrenar con usted? –le preguntó un joven que apenas había debutado el año anterior y cuyo nombre de batalla era la Boa.
–Si me hablas de usted, no –Antorcha dejó las pesas y se dirigió al ring; con un ademán, invitó al muchacho a trepar al encordado.
–Perdón, es que no me acostumbro. Ust… Tú eres una figura y yo apenas empiezo –el joven subió al cuadrilátero.
–¿Y? Somos compañeros, colegas; somos iguales –y antes de que la Boa respondiera, lo tomó por el brazo y le aplicó un látigo.

El joven respondió con unas patadas voladoras y comenzó el intercambio de llaves. Tras quince minutos, Antorcha inmovilizó al novato con un nudo.
–Te gusta mucho ese castigo –comentó el muchacho, adolorido.
–No sólo ése. Siempre trato de ganar mis luchas con una llave distinta, para no aburrir al público.
–Me gustaría seguir entrenando contigo, si no te molesta.
–No hay problema.
Por la noche, Antorcha se presentó en Querétaro. Por primera vez desde que le dieron la noticia, tuvo una buena lucha; algunas personas hasta aventaron dinero. Al salir de la arena, un aficionado se le acercó y le ofreció comprarle la máscara que usó en ese combate. Tras recibir la capucha y pagarla, el joven le dijo:
–Nunca pierda la máscara; acabaría con mis recuerdos de la niñez.
Antorcha sólo le dio un apretón de manos y se alejó, sin saber qué le molestaba más, que le dijeran aquello de no perder la máscara o sentirse viejo por el comentario de la niñez del aficionado.
Los entrenamientos con la Boa continuaron, todos los días, durante un mes; Alejandro estaba sorprendido por la habilidad del muchacho. “Estás para cosas grandes, muchacho. Cuídate y puedes llegar a las estelares”, solía decirle. La Boa no sabía qué responder y se limitaba a agradecer los comentarios.
Dos semanas antes del cierre de temporada, en una función en Tlaxcala, Antorcha y la Boa se enfrentaron en una lucha en relevos australianos.
–Me siento raro, todavía no pertenezco aquí –atinó a decir la Boa en los vestidores.
–Si sigues pensando así, ésta será tu última lucha estelar –lo recriminó Antorcha–. Para eso son estas funciones: así ven si ya estás listo para tener nuevos compañeros y rivales. Relájate y sal a divertirte, pero no te descuides. No va a faltar quién te quiera cargar la mano.

–¿Tú, por ejemplo?
–Y todo aquel que se pare en un ring.
–Esos de la semifinal, les toca –una voz interrumpió la plática.
Antorcha salió al ring acompañado de Jaguar y el Rey. La Boa hizo equipo con Titán y el Inquisidor.
Al término de la lucha, la cual ganó la tercia de la Boa, Antorcha felicitó al muchacho.
–Me hubiera gustado que tú y yo definiéramos el combate, pero no lo hiciste nada mal.

“Próximamente, la jaula de la muerte. Diez máscaras en juego”, rezaba la portada de una revista que hojeaba un aficionado en la cafetería del amigo de Antorcha.

“Ya no hay pa’ dónde correr”, pensó Alejandro.

–¿Tons qué, mi flamitas? ¿Listo para tu nueva etapa como el luchador cuyo rostro es un antídoto para el amor? –preguntó su amigo.
Alejandro evadió la pregunta y pidió su desayuno.
–Sírveme las flautas, una orden de tacos de bistec y dos huevos con tocino. Mientras se prepara todo, tráeme un coctel de frutas y una canasta de pan dulce.
–Ya entendí tu estrategia. Vas comer hasta ponerte tan gordo, que te quedarás atorado en la jaula y te descalificarán por romper el mobiliario de la arena.
–¿Quieres propina o no, cabrón?
–Ya no pienses en eso. Ni que fuera hoy el cierre de temporada. Ya ves que las revistas siempre adelantan estos avisos para crear expectativas.
–Perdón. Todavía no lo asimilo.
–Sólo te voy a dar un consejo: no hagas lo mismo que el Sembrador de Odio. Cuando lo destaparon, dijo a los periodistas que empezaba una nueva etapa en su carrera y que en adelante sería luchador exótico. Ahora se llama Sexy primavera y no lo contratan tan seguido. Aunque se ligó a uno de los réferis y están pensando en adoptar un niño.
Por la noche, Alejandro aprovechó que no debía luchar en ningún lado y se quedó en casa con Ana. Mientras veían una película, quiso preparar a su esposa.
–Ana, ¿seguirás queriéndome si llego a perder la máscara?
–Pero ya no te pediría más autógrafos.
–Hablo en serio.
–¿Por qué lo preguntas?
–Nomás. Digo, no sé si mi tapa va a ser eterna.
–Estoy casada con el hombre, no con la máscara. Además, si la pierdes, siempre puede haber un Antorcha júnior.
–No me gustan los hijos de luchadores.
–¿Y si fuera tu propio hijo?
–No tenemos.
–Bueno, espera unos siete meses para que nazca el que estoy esperando. Cuando cumpla diez años, comienzas a entrenarlo. Y cuando sea mayor de edad, lo debutas.
–¿No me escuchaste? No tenemos hijos.
–El que no escuchó fuiste tú. Estoy embarazada.

–Estoy listo para echarla. ¿Firmo de una vez el contrato? ¿Sigue en pie la garantía ofrecida? –dijo Alejandro al día siguiente, en la oficina del promotor.
–Tranquilo. Pasado mañana habrá una conferencia de prensa para dar a conocer el cartel y ahí haremos la firma de contratos.
–¿Con quién la pierdo?
–Con un novato que vamos a impulsar fuerte el próximo año: la Boa.
Alejandro volvió a sentir los deseos de rajarse.
Por la tarde, en el gimnasio, se encontró con su futuro verdugo:
–No eres nada tonto. Pedirme que te entrenara para así conocer mis puntos fuertes y los débiles. Muy listo de tu parte.
–Perdóname. Me ordenaron practicar contigo para poder acoplarnos y así dar una buena lucha. No se me ocurrió otra forma de hacerlo. Iba a decírtelo.
–¿Cuándo? ¿Mientras me desamarraba la tapa, o en los vestidores, después de la función?
La Boa se alejó rumbo a las regaderas. Enojado, Alejandro se fue al hospital, donde alcanzaría a Ana para su ultrasonido.

–Como saben –comenzó a decir el jefe de programación de la arena–, nos gusta organizar una función fuerte antes de que termine el año. Es nuestro regalo de Navidad para los aficionados.
“Y para los revendedores”, pensaron los periodistas.
–Para este cierre, haremos nuestra ya tradicional jaula de la muerte. Estamos convencidos de que será muy atractiva. Los participantes están aquí, en esta mesa: Inquisidor, Antorcha, Jaguar, Titán, Espía I y Espía II, y cuatro jóvenes que prometen bastante: la Boa, Asesino fantasma, el Cadete y Mercurio.
Mientras los fotógrafos accionaban sus cámaras, los diez gladiadores firmaron sus respectivos contratos. Ocho de éstos sólo especificaban el monto a cobrar y el orden de salida de la jaula. El de la Boa, además, tenía la leyenda “ganador”. Antorcha leyó el documento; ahí estaban las cláusulas: “perdedor… quinientos mil pesos… campeonato en tres meses…”.

Apenas se dio a conocer el cartel, los miembros de los foros de opinión en Internet comenzaron a especular sobre el posible perdedor y el ganador. Todos daban como derrotado a alguno de los Espías. En lo que no se ponían de acuerdo era en quién lo destaparía. Nadie pensaba que Antorcha sería el sacrificado.

La noche anterior a la función, Antorcha y Titán lucharon en Hidalgo. De regreso, en la carretera, comentaban acerca de la jaula.
–Pensé que me tocaría, pero no. Soy el segundo en salir. Y eso que tuve un mal año por culpa de la bebida –confesó Titán.
–No, compadre. A ti no te van a tocar, al menos no ahorita.
–¿Entonces quién pierde?
–Yo mero.
–No manches.
–Me toca. No me queda de otra.
–Puedes rajarte, no presentarte. Desobedece y gana.
–No, compa, ayer me depositaron la mitad del pago. El martes me dan el resto.
Al llegar a su casa, Alejandro intentó meterse en su cama sin hacer ruido. Sólo le dio un beso a su mujer y recibió una bofetada.
–Baboso, estás casado con mi hermana, no conmigo.
Ana entró en la recámara, con un vaso de agua.
–De seguro se te olvidó que mi hermana nos visitaría este fin de semana.
“Carajo, otra vez me toca el sillón”, pensó Alejandro y salió de la habitación.
Por la mañana, Ana preparó la maleta de su marido.
–Cuídate mucho. No olvides dejar dos boletos en la taquilla, mi hermana quiere ir para abuchearte.
–Hoy no se va a poder, mi vida.
–¿Por qué?
–No pue… –Alejandro supo que debía decir la verdad–. Yo voy a ser al que destapen.
–…
–Son órdenes de la empresa. No quería desilusionarte.
–…
–La máscara va a pagar el hospital cuando nazca el niño; el resto será para sus estudios.
Ana besó a su marido y lo abrazó:
–Antorcha júnior vengará tu derrota. No olvides que cada día te amo más.
–Pinches cursis –se escuchó la voz de la cuñada.

–¿Quieres de primera fila? Ya no hay en la taquilla.
–Te vendo el que te falta o te compro el que te sobre.
Los revendedores trataban de colocar sus últimos boletos. Las calles aledañas a la arena estaban llenas. En los vestidores, Antorcha estaba silencioso, pensando en su futuro como luchador. La Boa se acercó:
–Aunque no me creas, en este tiempo que entrenamos juntos aprendí más de lucha libre que en los últimos dos años.
–Muchacho –respondió Antorcha–, nunca pienses que ya la hiciste. Hoy me toca a mí, pero el que te lleves mi máscara no garantiza que tendrás un buen lugar. Aunque eres talentoso, la última palabra es del promotor.
–Acabó la semifinal. Les toca –se escuchó la voz de uno de los ayudantes en la arena.
Los luchadores se persignaron ante un altar en los vestidores, amarraron sus máscaras y salieron rumbo al ring.
–Damas y caballeros –decía el anunciador oficial de la arena–, las reglas de la jaula son las siguientes: los participantes lucharán entre sí durante diez minutos, tras los cuales podrán abandonar la jaula. Los últimos dos luchadores que queden adentro deberán enfrentarse en un combate a una caída, máscara contra máscara.

La música sonó y los gladiadores aparecieron. Primero lo hicieron los rudos; después, los limpios. Se cerró la jaula e inició la batalla campal.

La gente estaba expectante. Algunos gritaban apoyando a su favorito, pero la mayoría guardaba silencio. En el décimo minuto sonó la ocarina y comenzaron los intentos por abandonar el enrejado.
El primero en salir fue el Espía II. “Me lleva, ya perdí la apuesta”, pensó un aficionado. Titán fue el segundo en salvar su incógnita. Los golpes continuaban. Jaguar trepó hasta lo alto de la jaula, pero en lugar de abandonarla se lanzó hacia el centro del ring, cayendo sobre dos de sus rivales. Asesino fantasma quiso imitarlo y pidió a sus compañeros rudos que detuvieran a algunos técnicos. Subió a la cima, y cuando parecía que se lanzaría, hizo una seña en son de burla y escapó. El cuarto en salir fue Espía I, seguido de Cadete. Inquisidor fue el sexto en salvarse de la quema. Jaguar y Antorcha formaron entonces frente común en contra de la Boa y Mercurio. Después de cinco minutos, el felino abandonó la reja, dejando en desventaja a Antorcha. Mercurio aprovechó para golpear a ambos luchadores y huyó. Antorcha y la Boa intentaron salir al mismo tiempo, pero el réferi entró al ring y ordenó que bajaran.
–Respetable público –anunció el maestro de ceremonias–, Antorcha y la Boa son los dos que no pudieron abandonar la jaula. De acuerdo con las reglas antes mencionadas, deberán jugarse las máscaras en una lucha a una caída, sin límite de tiempo.
–Boa, Boa, Boa –Alejandro escuchó la inconfundible y aguda voz de su cuñada, quien apoyaba a su rival.
Ana, por el contrario, alzó un cartel que decía: “Antorcha, eres el mejor”.
“Nunca me hace caso”, pensó Alejandro.
La Boa aprovechó la distracción de su rival y comenzó a castigarlo. Antorcha quiso rendirse en ese momento y terminarlo todo, pero decidió darle batalla. No perdería tan fácilmente, al menos no delante de su esposa.
Tal como hicieron en los entrenamientos, se enfrascaron en duelo muy técnico. Los aficionados no sabían a quién apoyar y sólo aplaudían cuando alguno de los luchadores ponía una llave nueva. Tras varios minutos, Antorcha atrapó a su contrincante con un tirabuzón. Se escuchó el grito de la gente, que pensaba que se acababa la lucha. Alguien exclamó: “Ya lo tienes, jálale la pierna y haz la esvástica”, pero como estaba en la zona de gradas no lo oyeron. Haciendo fuerza, la Boa logró romper el castigo. Antorcha aplicó una segadora y acto seguido enredó a su rival para llevárselo al toque de espaldas. Antes de la tercera palmada, la Boa puso una pierna en una de las cuerdas y el réferi interrumpió el conteo. Ambos se soltaron.
El novato esquivó un golpe y aplicó una tapatía. Antorcha resistió y logró zafar sus brazos. Las piernas de la Boa no aguantaron el peso y Antorcha se liberó del castigo. La Boa falló unas patadas voladoras. Antorcha tomó a su rival y lo azotó contra la lona. Se subió lentamente a la tercera cuerda, para lanzarse en una plancha.
–Se acabó –dijo Ana a su hermana–. Ahorita lo van a pescar y le ganan.
La hermana ya se preparaba para gritarle a Antorcha que no se quitara la máscara porque estaba feo.

Intencionalmente, Antorcha tardó en aventarse, fingiendo que no podía guardar el equilibrio. La Boa se incorporó y golpeó las piernas de su rival para sentarlo en los tensores del ring. Subió a la tercera cuerda y, apoyándose en la reja, atrapó con sus extremidades inferiores el cuello del técnico y se dejó ir hacia atrás para aplicarle una frankestein. A pesar de que se trataba de un movimiento que dominaba, por el estorbo de la jaula no impulsó a su rival con la suficiente fuerza y Antorcha cayó sobre la rodilla del rudo, dejándolo muy lastimado. El réferi se percató de esto y detuvo el combate; mandó a Antorcha a una de las esquinas y pidió que subiera el médico de la arena.
“No chinges, esto ya valió”, pensó el promotor.
“Puta madre, adiós lana”, comprendió Antorcha.
–Mi hijo, ¿qué le pasó a mi hijo? –gritaba la madre de la Boa, sentada en la primera fila.
El doctor hizo una seña y se escuchó la voz del anunciador de la arena:
–Damas y caballeros, su atención por favor. Por impedimento médico, el perdedor de la lucha, y quien debe despojarse de su máscara y dar su nombre, es la Boa.

El derrotado aflojó la agujeta de su capucha y se la quitó rápidamente. Antorcha no se dio cuenta de en qué momento le entregaron el trofeo, y tampoco escuchó el nombre real del muchacho, quien fue sacado en camilla.
“¿Ahora cómo pago el parto?”, era lo único que podía pensar.

La Boa fue llevado al hospital, donde le operaron la rodilla. A pesar de que la cirugía no tuvo complicaciones, los médicos le recomendaron que no volviera a luchar. Dos días antes de que fuera dado de alta, recibió la visita de Alejandro y Ana.
–Si no querías ganarme, no hubieras puesto la pierna en la cuerda cuando te hice la enredadera –bromeó Alejandro al ver al muchacho en la cama del sanatorio.
–Mira, Antor… Alex, te presento a mi mamá.
Alejandro y Ana voltearon hacia ella.
–No fue mi intención, señora. Fue un accidente.
–Lo sé, joven, lo sé.
–¿Qué vas a hacer ahora? –preguntó Ana.
–Regreso a la universidad. Me faltan dos semestres para graduarme como abogado –y agregó–: No te preocupes, no te voy a demandar.
Alejandro sonrió y le dio una bolsa que traía consigo.
–Toma, muchacho. Tú debiste llevártela.
Era la máscara que Antorcha usó en la accidentada función.

Al salir del hospital, Ana tomó del brazo a su esposo.
–Lástima que no cobraste los quinientos mil completos.
–Eso me pasa por no leer las letras chiquitas. Ese promotor se cuida bien en sus contratos. Pero aun así es una buena lana. Ya verás que el negocio que vamos a poner será un éxito.
–¿Estás seguro de que hiciste lo correcto?
–Él tenía que llevarse la máscara.
–No me refiero a eso.
–Ese accidente pudo pasarme a mí. Es mejor así. No quiero que el bebé tenga un padre lastimado, o peor aún, muerto.
–¿Y es irrevocable?
–Es lo que decía mi renuncia. El viernes, al terminar la lucha, anuncio mi retiro.
–Pero no te quites la máscara. Mi hermana ya amenazó con gritarte que te la pongas. ¿Sabes? Me da gusto que hayas aceptado el trabajo como instructor en la arena.
Alejandro no respondió. En lo único que pensaba era en cómo hacerle para que no le faltara nada a su hijo, una vez que naciera.

FIN

Por este medio, agradezco públicamente a mi amigo Kcidis (Ernesto Mireles) por la extraordinaria ilustración que hizo para este cuento. Un verdadero placer contar con su valiosa colaboración para esta entrada.